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Tampoco nos quedará Schengen

Olvidando el hecho de que el propio Tratado ya establece modos y formas para la suspensión temporal, las disputas francoitalianas y el oportunismo electoral han conseguido situar en el centro del debate político lo que todos decían querer evitar, el uso populista de la inmigración.

La «comprensión»  de los ministros de Interior y Justicia ante las andanadas contra Schengen hacen evidentes la estrechez de miras de los socios comunitarios y sus verdaderas motivaciones. Una emergencia humanitaria como el éxodo desde el norte de África no provoca la solidaridad sino el acto reflejo de cerrar las puertas. Y la xenofobia y el racismo de grupos minoritarios en Finlandia o la actuación de Dinamarca esconden posturas indefendibles en la Europa soñada con la excusa de que el cierre de fronteras protegerá contra mafias y delincuentes.

En el primer caso, cambiaremos mantas y agua por pateras a la deriva; en el segundo, la complexión, la matrícula del coche  o el color de la piel filtrarán ciudadanos «indeseables». Absurda e inútil práctica que no evitará los negocios de mafias rusas o albano-kosovares, que no detendrá a posibles estafadores alemanes, pederastas belgas o traficantes holandeses y que, por supuesto, no atajará las tropelías que amparadas en la libre circulación de capitales se puedan cometer en el futuro.

Los efectos perversos de las posibles modificaciones al Tratado van más allá. Aumentarán el recelo de cada nación en particular, crearán islas con diferencias de acceso entre ellas y no parece que favorezcan en absoluto los esfuerzos de los países convertidos hasta ahora en «fronteras exteriores» de la Unión. Menos cuando sus propios ciudadanos (polacos, rumanos, búlgaros…) pueden pasar a convertirse en sospechosos habituales. Por no hablar de que en el partido entre libertad y seguridad, acaban de meternos otro gol sobre el filo del reglamento y con la complicidad del árbitro.