Eugenio Hernández / Twitter: @ebarcala
El sabio señala a la luna y el tonto…mira el dedo. Miles de «indignados» han salido a las calles (de Madrid, Atenas, París, Estambul…) para señalar los síntomas de la enfermedad que corroe los mecanismos de participación democrática en todo el mundo. Un malestar generalizado y compartido por amplias capas de la población que se rebelan contra los modos en que se organizan las tomas de decisiones y cuáles son las recetas a aplicar en un momento concreto, como el actual período de crisis económica. La expresión del descontento se ha plasmado, en un tiempo récord, en una serie de reivindicaciones tendentes a reformar las leyes electorales, combatir la corrupción política o hacer efectiva la separación de poderes. Todas ellas pueden ser calificadas de vagas o de concretas, al gusto, pero por las mismas razones con que pudieron ser criticados o alabados en su día otros «consensos de mínimos» expresados en términos de «libertad, igualdad y fraternidad», por ejemplo.
Y ese primer consenso empieza a dar forma a un programa más detallado y ambicioso. Defensa de la figura del ciudadano como actor de la política; participación democrática más allá del voto; control de los poderes que sin legitimidad alguna moldean e interfieren en la toma de decisiones de los gobiernos; recuperación del valor de la política sobre la economía… Son sólo parte de las demandas que se hacen visibles en la ocupación de la plaza pública, ese lugar en el que se debate, se comenta y se protesta desde los albores de la ciudad.
La extensión del movimiento a asambleas populares en ciudades, pueblos y barrios dibuja una nueva fase en la que se amplía la base social de la protesta, se organiza de forma estable en multitud de nodos de encuentro y se concretan acciones que retoman manifestaciones muy recientes (contra la reforma de las pensiones o en demanda de acceso a la vivienda) junto a nuevos objetivos (la sentada en el Congreso contra el decreto de reforma de los Convenios Colectivos, las concentraciones para impedir desahucios o la protesta por la presencia de imputados en Parlamentos como el valenciano).
Mientras algunos siguen viendo porros, piojos y maleducados perroflautas que tienen la desfachatez de no pedir permiso a la Delegación del Gobierno para hacer la revolución, el 15M afina en sus acciones, críticas y propuestas. Un camino que puede desembocar en ese lobby ciudadano más necesario que nunca para mantener la presión sobre una clase política desprestigiada y considerada uno de los mayores problemas del país, como se desprende de la última encuesta del CIS. De progresar en ese sentido, su única salvación será comenzar a asumir como propias las exigencias éticas y regeneradoras que nacen en las calles. En ese escenario, no faltará mucho para que (como ocurrió con Mayo del 68) los que ahora miran el dedo comiencen a decir aquello de «yo también estuve allí».