El iberismo, transitoriamente condenado al olvido con la entrada en la Unión Europea, renace de sus ascuas y promete un país de cerca de 50 millones de habitantes, con tanto peso como para desplazar la deriva europeísta del continente sobre este costado, sobre esta balsa de piedra.
Sería un fenómeno raro lo predicho por el premio Nobel, si se tiene en cuenta que la historia reciente es un rosario de (literales) desintegraciones nacionales. Pero también lógico, como constatamos diariamente al ver que los yogures, los productos de limpieza y hasta los anuncios en los canales de televisión por cable nos hablan simultáneamente en castellano y portugués.
La unión quizás alentaría un paso al frente para el federalismo, una zancada en la compresión entre vecinos y un salto oceánico para la integración «ibero-americana». Y, en cualquier caso, siempre seria hermoso poder decir algún día: «Lisboa, capital de la República Ibérica».