Estamos invitados a la fiesta de la democracia, como llaman los periodistas cursis a lo de ir a votar. Perohay quien anda con la papeleta detrás de la oreja, por si esta vez tampoco es diferente y la celebración muda al final en baile de máscaras.
Diferente, nos dicen, porque por primera vez “los partidos políticos europeos eligen a sus candidatos al cargo de Presidente de la Comisión”. Sin embargo, seguirá siendo el presidente del Consejo quien“consulte con el Parlamento Europeo sobre un posible candidato” para que, a continuación, “el Consejo Europeo decida qué candidato propone” y el parlamento sancione la propuesta.
¿Habrá correspondencia entre la voluntad popular y la interpretación que haga de ella un órgano colegiado?¿Se propondrá al candidato de la lista más votada? ¿Y si hay otro capaz de obtener una mayoría más amplia? Las respuestas han de satisfacer las expectativas creadas o podrían dejar un regusto amargo, un sabor a decepción con toques de déficit democrático.
Juncker, Schultz, Tsipras, Verhofstadt y el tándem Bové-Keller ya están bastante eclipsados por los rostros de los candidatos nacionales que poblarán vallas y pasquines. Si además resultaran ser meros reclamos electorales sin posibilidad real de disputar el cargo se acabaría con la poca legitimidad de que gozan ahora las instituciones comunes.
La ausencia de listas transnacionales con mandato para designar los órganos de gobierno de Europa desvirtúa la democracia y alimenta las sospechas. Si los avances anunciados quedan en papel mojado, se estará escamoteando una verdadera contienda de propuestas y programas entre opciones ideológicas distintas.
Porque el nuevo presidente debe ser el rostro visible de la voluntad del parlamento, única institución elegida de forma directa. Y no, como el misterioso protagonista de V de Vendetta, un agente externo socavando sus cimientos que decía de si mismo: “Hay un rostro bajo esta máscara, pero no soy yo”.