Otros artículos

El boicotito y la Guerra Fría

cartel olímpico alternaivoBoicotito. Pequeño y t&i

acute;mido. Para molestar, pero poco; sólo la puntita, vamos… Porque la llama contraolímpica prendida por Sarkozy y que ahora va pasando de mano en mano no parece capaz ni de alumbrar futuros democráticos en Tíbet ni de caldear en demasía los ánimos occidentales contra el gigante amarillo. Y porque no se boicotean los Juegos:  todo se reduce a una patada protocolaria a China en el culo de su campaña de imagen. Mientras, el francés se sube en la calzas de la protesta para sacar cabeza y darle algún sentido a su próxima presidencia europea. El supuesto boicot se agota en sí mismo por lo breve y concentrado, y fuerza a pensar que, más que un repentino amor por el budismo y sus teocráticas reencarnaciones terrenales, estamos hablando de una escaramuza para tomar posiciones. Sarkozy lanza la piedra y se pone líder de grupo al tiempo que París, precisamente París, le hace el trabajo de apagar la antorcha olímpica.

Desde entonces, uno a uno, por activa o por pasiva, aquellos que no quieren perder ningún tren se van sumando al bloque que se adivina: Brown, el Parlamento Europeo, el Secretario de Naciones Unidas y hasta el candidato republicano a la Casa Blanca, quien pide a Bush que devuelva las entradas para la ceremonia inaugural. Claro que Bush está más cómodo silbando al aire en su poco convincente papel de "yo pasaba por aquí y ni quito ni pongo rey", aunque el rey haya de ser un lama sin corona.

El enfrentamiento no es directo, pero sirve como guiño y aviso de que cierta comunidad internacional fija apoyos y estrategias. Tras la retórica sobre los derechos de los pueblos o la pena de muerte (Bush sigue silbando) queda la idea de que existe un bloque en alerta ante el avance chino en todos los frentes.  El episodio de la antorcha se suma a un creciente número de escaramuzas por el planeta: desde los roces militares entre Washington y Pekín por el control militar del Mar de China a la competencia de ambos por las riquezas de Sudán o el Chad, pasando por los maletines de dinero que los orientales agitan como señuelo ante el patio trasero latinoamericano de los USA, cada vez más alborotado. Mientras, Pekín auspicia conferencias con los líderes africanos, fija cumbres con Rusia, amplía relaciones con India y sella acuerdos energéticos con las repúblicas ex soviéticas de Asia Central.

Un nuevo limes se dibuja. Tras la entusiasta adhesión de los países excomunistas europeos a la OTAN (enfangada por su propia supervivencia en Afganistán) el Telón de Acero retrocede y se acerca más y más a la Gran Muralla. Rusia, los países musulmanes de Eurasia, India y la propia China se aparecen como potenciales enemigos o, al menos, vecinos sospechosos.

Hablar de una futura y próxima guerra más o menos caliente puede ser alarmista, pero también parece cierto que China querrá convertir su fuerza económica y militar en poder político, que su desarrollo le impulsa a encontrar nuevos mercados, fuentes de energía y materias primas y que las tensiones políticas y sociales internas animarán el nacionalismo con la casi inevitable búsqueda de enemigos exteriores que justifiquen su régimen y sus acciones. Negar que todos esos factores no supondrán fuertes roces con vecinos u otras potencias se antoja de una candidez extrema.