En el Museo de América en Madrid puede visitarse la exposición “Búcaros, valor del agua y exaltación de los sentidos en los siglos XVII y XVIII”, dedicada a esos recipientes de cerámica (búcaros o barros) hechos de arcilla mezclada con especias y fragancias que aromatizaban el agua además de mantenerla fresca gracias al enfriamiento por evaporación. El mismo principio que el botijo.
Los más apreciados eran los que venían de Portugal y el actual México.

Se pusieron de moda porque, además de calmar la sed, tenían otros usos. Las damas mordisqueaban los bordes y comían el barro por su sabor (como golosina) y porque se le atribuían otras propiedades, como que blanqueaba el cutis, adelgazaba, calmaba los dolores de la menstruación e incluso evitaba embarazos no deseados. También se sospecha que tenía un punto alucinógeno y adictivo, pues no había castigo mayor para una amante de los barros que la prohibición de comerlo.
Lo que no se publicitaba tanto, quizás porque se vendían sin prospecto, eran las contraindicaciones: anemia, oclusión intestinal y hasta muerte por fallo hepático. ☠️
Pese a los riesgos, su consumo estaba extendido en la Corte, al menos entre las clases altas que se podían permitir el capricho. Así lo demuestran las referencias a los búcaros como objetos de uso común en textos de Cervantes, Quevedo o Lope de Vega:
«Niña del color quebrado, o tienes amor, o comes barro. Niña, que al salir el alba dorando los verdes prados, esmaltan el de Madrid de jazmines tus pies blancos; tú, que vives sin color, y no vives sin cuidado, o tienes amor, o comes barro».
Como ya se contó en otra parte, también es un búcaro ese jarro de cerámica de Tonalá de color rojo brillante que María Agustina Sarmiento le ofrece a la infanta Margarita Teresa de Austria en la zona central de Las Meninas de Velázquez.

