Situado entre un restaurante tailandés y un centro de yoga, muy cerca de los viejos estudios Culver (donde ahora se ruedan producciones de Amazon) y al borde la carretera que conecta Los Ángeles con Venice Beach, hay un edificio de dos plantas pintado de verde.

Con suerte, en la acera podrás ver a un casi octogenario de gafas redondas y barba corta sin bigote, al estilo amish, tocando piezas de Bach. Con un acordeón.
En ese caso, estarías ante el mismísimo David Wilson, creador y director del Museo de Tecnología Jurásica, un lugar fuera del tiempo donde no vas a encontrar ni un solo dinosaurio.
Dentro, en un ambiente oscuro y ruidoso que no permite fotos ni teléfonos encendidos, se suceden salas y colecciones de objetos sin motivo ni orden aparente: el cuerno que le salió a una mujer de la parte trasera de la cabeza, radiografías de flores o dioramas de autocaravanas vintage en escenarios imposibles.
Comparten espacio con retratos de los perros del programa espacial soviético, hormigas con espinas, miniaturas talladas en huesos de frutas o remedios caseros contra todo tipo de males, como las tostadas con ratones, un tentempié infalible -dicen- para no mojar la cama.
Te ahorro la foto de este último tesoro. Mejor poner a Laika:

El museo es lo más parecido en nuestros días a los variopintos gabinetes de curiosidades que hicieron furor en Europa a partir del siglo XVI. Cámaras de maravillas que se expandieron al ritmo de los grandes descubrimientos geográficos de la época.
Su función era recopilar asombros de la naturaleza, objetos traídos de lugares lejanos o hitos singulares del ingenio humano.
Tenían cabida la alquimia medieval, las fantasías poco documentadas de allende los mares y, al mismo tiempo, los frutos del método científico y su empeño por medir y catalogar y el mundo.
Una fiesta de la acumulación sin medida, ajena a los criterios y la especialización que impondrá más tarde la museografía: artes, historia, tecnología…
El rincón de Wilson es un homenaje nostálgico y poético a esas primeras colecciones. Pero también un ejercicio de resistencia contra la división del saber y de su memoria. Un refugio donde reproducir la sensación de asombro maravillado que despertaban los primitivos gabinetes.
Extraño, raro, único o surrealista son los adjetivos que más se repiten en las reseñas del público. Y también la sospecha constante sobre si lo que se muestra es real o falso, porque algunas piezas son claramente patrañas propias de un mercachifle del salvaje oeste.
Pero la sombra de la duda está presente en otras muchas.
Por ejemplo, hay una colección de detalladas figuritas de todo tipo (desde el pato Donald a Juan Pablo II) tan minúsculas que caben en el ojo de una aguja y precisan de aumento para ser vistas.

Bueno, pues la colección y el improbable artista (Hagop Sandaldjian), capaz de expresarse en una mota del grosor de un cabello humano, existen. Hay muchas otras piezas obtenidas en peripecias increíbles, oscuros expertos que las avalan y coleccionistas o donantes con biografías disparatadas que también resultan ser reales.
Y viceversa. Paneles y cartelas, con su lenguaje sobrio y lleno de fechas, referencias y bibliografía, dan una pátina de verosimilitud. Pero luego se descubre que gran parte de los textos citados provienen de publicaciones de una misma editorial. Editorial que, casualmente, tiene su propia librería en el Museo y el peculiar nombre de Sociedad para la Difusión de Información Útil.
Wilson reconoce que sus propuestas responden a un tipo de conocimiento que está en la periferia de la credibilidad. Bueno, al fin y al cabo, el propósito confeso del museo no es decir la verdad, sino “crear asombro y cambiar la visión del mundo de los visitantes”.
“Solo hacemos la primera parte del trabajo; el observador, el mecenas del museo, se encarga realmente de la mayor parte de la tarea. Toman las cosas que ofrecemos al mundo y se forman de nuevo en sus mentes.
Al igual que un test de Rorschach, casi todo el trabajo que hacemos […] parece abierto a múltiples interpretaciones o formas de abordarlo».
Hay críticos que insisten en el lado irónico del asunto y hablan de una elaborada provocación, una performance artística, un misil dirigido a la autocomplacencia de los museos contemporáneos.
Por si acaso, y quizás para no quedar algún día en ridículo por ignorar su existencia o menospreciarla, el mundillo artístico ha prestado atención a la iniciativa y hasta ha llegado a financiarla a fondo perdido.
Wilson obtuvo una beca de la Fundación MacArthur, por evidenciar «la fragilidad de nuestras creencias» y «el notable potencial de la imaginación humana” y, recientemente, otra de la Getty and Mike Kelley Foundations, para estudiar la lacería decorativa musulmana en España.

P. D.: Wilson también toca de vez en cuando, preferiblemente en el jardín de la azotea, rodeado de pájaros y junto al salón donde ofrece té y galletas a los visitantes, su nyckelharpa o viola de teclas sueca.
P. P. D.: Si te preguntas por qué se llama Museo de Tecnología Jurásica, se siente. Wilson no lo explica. Se limita a decir que “los nombres son cosas divertidas”.
