De no ser los por los mediáticos calcetines de Aguirre y la literal odisea de los españoles atrapados allí hasta un par de días después, ni siquiera el eco de la violencia en Bombay habría durado más de 50 segundos en un Telediario. Ignoramos quiénes son aquellos dispuestos a perder la vida y a hacer que otros la pierdan, mientras el resto del mundo apenas sitúa esa ciudad de más de 30 millones de habitantes en el mapamundi.
Y si raro es a nuestros ojos ese paisaje, otros sucesos – como las masacres del Congo – se nos aparecen lejanos, inconcebibles, ajenos a todo o que somos capaces de procesar. Europa les abandona a su suerte, sin explicaciones y sin llenarse la boca de las grandes palabras que usa al referirse, por ejemplo, a Afganistán.
Nada nos despierta de la somnolencia. De ese estado perfecto en el que somos los buenos y nos enfrentamos a los malos, los extraños. Cuando creemos que no participamos de un bando o de las «razones» de unos y otros, pasamos página. Incluso aunque sea nuestro apetito de nuevas alianzas, oro o fuentes de energía el que desencadena el caos.