Dos promesas de Obama han disparado su popularidad y asentado la base electoral de su triunfo: la revisión de los impuestos para las clases más altas y la protección de las clases (y minorías) menos favorecidas. Con esos mimbres, ha atraído al electorado centrista y de clase media, ávido de quitarse cargas impositivas y escandalizado por las prebendas que la administración Bush ha concedido a las grandes fortunas sin que eso haya repercutido lo más mínimo – más bien al contrario – a la prosperidad del país. También ha ganado el aplauso de los afroamericanos, consiguiendo que se registren en masa para ejercer el derecho a voto y que apuesten por reclamar una existencia digna. Son votos condicionados a la ejecución de esas promesas, que volverán a la indiferencia si no se ven satisfechos. Y, de forma muy especial, hay un caladero capaz de volcar el resultado y que ha dado su apoyo a Obama sin grandes muestras de entusiasmo: la clase trabajadora. Esos votantes (que confiaban más en Hillary que en Barack) esperan cambios en áreas sobre las que el nuevo presidente ha pasado casi de puntillas: la recuperación del empleo industrial perdido en los últimos años de Bush y la extensión de las coberturas educativas, sanitarias y por desempleo. Porque se da la paradoja de que son ellos quienes, sin tener acceso a esas ventajas, financian vía impuestos los programas de asistencia, formación o acceso al empleo para las minorías.
Plutocracia y medios
Pese a su imagen, no puede decirse que Obama sea un candidato off Washington. Su biografía alienta la confianza en el cambio, pues debemos suponer que sus orígenes, su estancia en otros países y su trabajo en las calles de Chicago le hayan puesto en contacto con la realidad. Y también es cierto que en la recaudación de fondos para su campaña, buena parte de los mismos provienen de donaciones del común de la gente. Pero, como recuerdan Nader o Goodman entre otros, las grandes corporaciones, los medios de comunicación, el star-system de Hollywood y las más influyentes familias demócratas le han adoptado como uno de los suyos y será difícil escapar de su amoroso abrazo. Uno de los retos en política interior sería devolver a la democracia sus significado en un país donde ser candidato equivale a disponer de, al menos, dos millones de dólares para convertirse en senador o congresista. Un sistema que hace lo mínimo imprescindible para alentar la participación (cuando no la obstaculiza), que rodea de grupos de presión a los electos, que impide brutalmente por medio del sistema mayoritario la entrada de alternativas al bipartidismo y que cierra el círculo de los cargos públicos a quién no acata las reglas de esta plutocracia.
Un mundo a la espera
Desde el exterior, tal y como demostró su baño de masas en Berlín, Obama representa la posibilidad de otro mundo. El Imperio reconoce a regañadientes que ya no es el eje del planeta y el multilateralismo, más que una opción, es la única salida para su liderazgo. Obama lo ha entendido así y (si su preocupación por el Tercer Mundo y el Medio Ambiente son algo más que retórica) pueden convertirle en adalid de otra forma de ver el mañana. Veremos si en el campo económico resiste las tentaciones proteccionistas sobre sus mercados y también si el consenso preside la toma de decisiones en cuanto a la crisis. De momento, sabemos que apoyó los rescates financieros a la banca sin pedir responsabilidades por la debacle.
Otro punto débil es el despliegue militar americano. Llamarse Barack Hussein le costó más de un disgusto en la batalla barriobajera que le plantearon los medios más conservadores. Pero no estamos hablando de un pacifista radical. Su oposición a la guerra en Irak (y a la sangría económica que supone) es más tibia al hablar de Afghanistán. Tampoco está clara su apuesta en otros temas espinosos como el Irán nuclear, la «revolución» de su patio trasero sudamericano o si mantendrá el apoyo a Israel de las misma forma incondicional que sus predecesores en el cargo.
Muchas dudas sobre una esperanza de cambio que mantiene ilusionado a medio mundo. Pese a ellas, la mejor de las noticias es que la nefanda época de los Reagan y Bush toca su fin. El Sur y el Medio Oeste (salvo Florida, Colorado y Nuevo México) han seguido fieles al republicanismo, que mantiene un considerable apoyo popular. Pero lo peor de esos años (la negación de la protección social, la pena de muerte, el creacionismo y el renacimiento cristianos, la guerra como garantía de gasolina barata, el liberalismo a ultranza y, en general, el desprecio y odio a todo aquello que se ignora) ha dejado de ser rentable en términos electorales, como el mismo McCain comenzó a advertir. No parece probable que esas tesis puedan ya sustentar en el futuro otra mayoría. Obama tiene la virtud de haberlas enviado, ojalá definitivamente, al basurero de la Historia.