Porque en la base de la pirámide del gran chiringuito ahora en ruinas no sólo está el gran capital. También los depósitos de millones de pequeños ahorradores que jamás se han preguntado de dónde vienen los beneficios que les brindan sus modestas aportaciones. Sin entrar a juzgar ni su funcionamiento, solidez o transparencia, los diarios hablan estos días de esos negocios creados bajo la premisa de captar un ingente número de pequeños clientes con la promesa de elevadas rentabilidades. Su caída en bolsa y posterior socorro por el dinero público pone sobre la mesa el papel de quienes participamos, aunque sea a mínima escala, del sistema.
A cambio de una nómina o un recibo domiciliado se obtienen réditos cuyo origen y fortaleza desconocemos. ¿En qué se emplea ese -nuestro- dinero? ¿En inversión productiva o en publicidad para aumentar la base de clientes? ¿En valores sólidos o en operaciones de alto riesgo en países conflictivos? ¿En financiar iniciativas socialmente productivas o en el monopoly de las hipotecas de los más débiles?
Ahora que se comienza a hablar de instaurar un cierto control sobre los mecanismos del libre mercado no estaría de más que todos nos implicáramos en la vigilancia sobre los ahorros y el modo en que circulan y crecen. Exigiendo conocer en qué tipo de operaciones se emplean y de qué modo prosperan; eso que se conoce como «banca ética».¿O acaso no nos importa mientras nos sigan engordando la cuenta corriente?