
Casablanca no tenía guion. Un guion cerrado que el reparto pudiera memorizar y trabajar antes de acudir al set, quiero decir.
Si creemos lo que cuentan las crónicas del rodaje, las tomas del día salían casi de milagro, a base de improvisaciones sobre notas garabateadas la noche anterior o gracias a la inspiración de sus protagonistas.
Así que lo que ahora conocemos como el guion de aquella película es, en realidad, un texto refundido que refleja la idea original más los muchos cambios añadidos en la filmación y el montaje.
Una de las primeras escenas muestra a Humphrey Bogart -en el papel de Rick Blaine– en una de las mesas de su café. Aparece concentrado ante un tablero de ajedrez. Pero sin contrincante.
Le interrumpe un tal Ugarte (Peter Lorre) para arrastrarle a una peligrosa historia de robo y venta de salvoconductos, uno de esos negocios turbios que florecen en tiempos de guerra.
Y el tablero de ajedrez, cuya aparición en la escena fue sugerencia de Bogart al director, Michael Curtiz, pasa a ser algo más que un elemento de atrezzo. Sirve como vehículo para definir a Rick: tan solitario que no tiene a nadie con quien practicar y con la inteligencia que se presupone a los ajedrecistas. Un tipo capaz de analizar y rumiar, con perspectiva y mirada larga, sus próximas decisiones.
Además, nos procura otros detalles. En un momento determinado, Rick toca una pieza, lo que según las reglas le obligaría a moverla, pero no la cambia lugar. ¿Se hace trampas al solitario?
Más que una partida, es como si estuviera resolviendo un problema y dudara sobre la mejor solución, justo mientras Ugarte le conduce al dilema de tomar partido en el gran juego de la guerra.
La disposición de la piezas sugiere un tipo concreto de defensa, la llamada francesa. Así que podría deducirse que Rick sopesa sus opciones -que quizás lleguen al sacrificio- analizándolas desde el punto de vista o el bando de Francia, de las potencias aliadas, frente a los nazis.

¿Era Bogart consciente de esas sutilezas cuando propuso utilizar el tablero? Pues probablemente sí, porque se trataba de un más que decente jugador de ajedrez.
Aprendió los rudimentos de chaval, animado por su padre. Llegó a jugar simultáneas con grandes maestros y hasta participó en la organización de eventos de la federación estadounidense.
Durante la crisis de los años 30, antes de despuntar como actor, se ganaba unas monedas desafiando a paseantes en los parques. Luego se instaló como jugador “residente” en garitos que le surtían de rivales a cambio de un porcentaje de las ganancias.
Años más tarde, ya afianzado como estrella de Hollywood y durante la Segunda Guerra Mundial, Bogart acostumbraba a jugar partidas por correo con militares destinados en el frente o con soldados convalecientes de sus heridas.
Bueno, hasta que el FBI empezó a sospechar que aquellos mensajes donde se intercambiaban series de letras y números, aparentemente sin sentido, podían esconder mensajes cifrados para el enemigo.
A pesar de explicar que se trataba tan solo de la notación habitual para transcribir al papel los movimientos de una partida, Bogart tuvo que dejar los desafíos por carta.
No podía imaginar que, pocos años después, el FBI volvería a demostrar su paranoia hostigando al actor por señalarse en defensa de la libertad de expresión y mostrar su oposición a la caza de brujas anticomunista desatada por la agencia federal bajo el mandato de J. Edgar Hoover.

La pasión de Bogart por el ajedrez dejó como legado una jugada que acostumbraba a practicar y que ahora lleva su su nombre. Un gambito de peón, es decir, el sacrificio de una pieza con la esperanza de obtener un bien mayor.
Un sacrificio como el que Rick asume en la película al quedarse en tierra, compuesto y sin novia. Al final, Ingrid Bergman escapará de Casablanca con los únicos salvoconductos disponibles y en compañía de otro hombre. Pero no uno cualquiera: un hombre cuya libertad puede jugar un papel clave en la resistencia contra los nazis.
