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Fin de farsa en los Balcanes

Esa Europa (y en los orígenes del conflicto, esa Alemania) que alentó y reconoció la independencia unilateral de las antiguas repúblicas yugoslavas; ajena e imperturbable mientras la descomposición del país de Tito convenía a sus intereses; incomprensiblemente aliada con extremistas católicos o islámicos, ultranacionalistas o filoterroristas; permisiva ante elecciones dudosas y gobiernos de facto; incapaz de mantener su escudo en las zonas protegidas por cascos azules europeos; tan inmadura como para necesitar del paraguas y las armas americanas; criminal en los bombardeos sobre Belgrado y ausente en las limpiezas étnicas tras la guerra.

Suspira Europa porque termine el juicio sobre el tiempo de sus fracasos, anunciando la eliminación de visados a los balcánicos y 2.000 millones para una futura Serbia en la Unión. Caramelos con los que cerrar el amargo sabor dejado en una tierra que parece importarle un bledo.

Escribía Lev Trotsky hace ya un siglo refiriéndose a los tentáculos de la Rusia zarista y el Imperio Austro-húngaro: «Los Estados que hoy en día forman la península balcánica fueron fabricados por la diplomacia europea en la Conferencia de Berlín de 1879. En ella se tomaron todas las medidas para transformar la diversidad nacional de los Balcanes en una maraña de pequeños Estados. Ninguno de ellos podría extenderse más allá de un cierto límite. Cada uno de ellos constreñido entre sus propios lazos diplomáticos y dinásticos opuestos a todos los demás. Y para acabar, todos impotentes frente a las constantes maquinaciones e intrigas de las grandes potencias europeas.»