Dice la llamada “Ley del Martillo” que cuando la única herramienta que tienes es un martillo, todos los problemas comienzan a parecer clavos. Ahora lo explico, pero quizás Enver Hoxha amaba los martillos y por eso dedicó buena parte de su vida como líder supremo de Albania a construir decenas de miles de búnkeres repartidos por todo el país. Como setas.

Hoxha, con ínfulas intelectuales y ex brigadista internacional en la guerra civil española, se labró un nombre en la resistencia albana contra las sucesivas ocupaciones de los fascistas italianos y los nazis alemanes.
Los ataques y repliegues de sus partisanos, amparados por una geografía montañosa, fueron tan exitosos como los de las guerrillas de sus aliados yugoslavos. Y esas victorias le catapultaron al poder.

Orientó el país hacia la amistad con Yugoslavia, pero la heterodoxia socialista de Tito y las sospechas de que el mariscal soñaba con integrar Albania en la federación yugoslava deterioraron la alianza.
Hoxha miró entonces a Moscú, pero la muerte de Stalin le dejó huérfano de referentes y rompió amarras con la URSS para buscar el apoyo de la China de Mao. La entente tampoco resultó y Hoxha decidió ir por libre y aislar Albania de todo contacto exterior.
Esas amistades rotas y un par de atentados contra su vida le convencieron de que americanos, italianos, griegos, rusos, chinos y yugoslavos tenían entre sus planes la invasión de Albania. Y Hoxha se fue a buscar su caja de herramientas.

Si el problema de la ocupación durante la Segunda Guerra Mundial (un clavo) se solventó gracias a las guerrillas partisanas (el martillo como solución), la supuesta nueva amenaza exterior era a sus ojos otro problema (otro clavo) susceptible de ser remachado con el mismo martillo, el de las milicias populares.
Así que ordenó entrenamiento militar para todos los albaneses, reparto de armas (sin munición) y la creación de un sistema de defensa nacional basado en la vigilancia y movilización de toda la población, transformada en un enorme ejército de infantería.
Un ingeniero, Josef Zagali, presentó un modelo de búnker capaz de resistir bombardeos o el ataque directo de un tanque. La leyenda afirma que Hoxha hizo construir un prototipo, metió al ingeniero dentro y testó su calidad a base de zambombazos. Como el inventor sobrevivió a la prueba, se encargaron miles de búnkeres. Pero muchos miles.

Aunque hay quien apunta cifras todavía más desorbitadas, estamos hablando de al menos 175.000 búnkeres, de los que unos 75.000 aún pueden verse desperdigados por toda Albania.
Se concibieron cómo líneas defensivas concéntricas capaces de comunicarse por radio o a simple vista; también como puntos de control y vigilancia en las fronteras o emplazamientos estratégicos y, en último caso, como refugios para la población en caso de bombardeos convencionales e incluso ante un ataque químico o nuclear.

El más grande de todos ellos (destinado al propio Hoxha, su familia, el gobierno y el Estado Mayor del ejército) puede visitarse, reconvertido en museo, al pie de una colina a unos cinco kilómetros de Tirana.
Hecho con miles y miles de toneladas de hormigón, consta de un túnel de acceso, puertas blindadas de acero, dos kilómetros de interminables pasillos y un centenar de estancias distribuidas en cinco plantas bajo el nivel del suelo.
Dentro hay despachos, centros de mando y comunicaciones, salas de descontaminación, habitaciones para los residentes y aulas para sus hijos, así como cocinas, baños y hasta un salón de actos.



Hoxha lo visitó un par de veces para dar el visto bueno a ese último bastión en caso de guerra contra los imperialistas, los revisionistas, los contrarrevolucionarios o, quien sabe, ante un hipotético holocausto nuclear.
Hoy, bajo el nombre de Bunk-Art, alberga muchos objetos de aquella época e intervenciones artísticas. Hay otro, más modesto, en el centro de Tirana y los demás búnkeres se han reciclado en bares y quioscos de bebidas, graneros, refugios para animales o, simplemente, han sido abandonados a su suerte.

