La responsable de Sanidad de la ciudad-estado de Hamburgo, Cornelia Prüfer-Storks, dice ahora que los pepinos españoles no son la causa del brote que ha llevado a la muerte a 16 personas ( 3 según el recuento oficial de la UE) en el norte del continente. Pero la crisis ha causado entretanto pérdidas semanales de 200 millones de euros a los agricultores y un daño aún mayor a la credibilidad de los inquilinos de la casa común europea, a quienes la unidad de acción ante emergencias les importa, literalmente, un pepino.
Ha bastado el temor a la petición de responsabilidades por parte de los asustados ciudadanos a sus políticos locales para que todas las administraciones hayan intentado echar cucurbitáceas fuera y culpar de la emergencia sanitaria a otros desde el más rancio nacionalismo de opereta. En dura competición, la defensa a ultranza del pepino ibérico tenía su esperpéntico remedo en las acusaciones , al parecer, poco documentadas de quienes han de dar la cara por la salud pública en Alemania. La disputa ha propiciado que muchos, aprovechando que la cepa de ‘Escherichia coli’ pasaba supuestamente por Málaga o Almería, instalaran cordones sanitarios precipitados, sobre cuya proporcionalidad debería ahora pronunciarse Bruselas.
Un verdadero pepinazo a la línea de flotación de la libre circulación de productos, con el cierre unilateral de fronteras de varios estados miembros (Alemania, Austria, Bélgica, República Checa, Hungría…) , amparada en suposiciones que podrían ser maliciosamente usadas para favorecer a productores locales y acrítica con lo que debería haberse hecho en este caso antes de tirar el pepino (español u holandés) por la ventana: paralizar las partidas sospechosas y analizar los eslabones de la cadena: desde la producción en origen hasta la venta en el detalle, pasando por su distribución y manipulado, puesto que todos los casos declarados tienen relación con lo distribuido en el mercado central de Hamburgo.
La actitud de unos y otros ha sido pueblerina y estrecha de miras, por no hablar de la indecencia que supone ampliar de forma arbitraria las prohibiciones a frambuesas, melocotones o nectarinas rompiendo las reglas del juego. Todo ello lleva a pensar -impepinablemente – en la fragilidad de un entramado de normas que se derrumba al menor síntoma de crisis. ¿Que pensaríamos si Galicia cerrara el paso a las naranjas valencianas o Cataluña al jamón extremeño sin que mediaran análisis y certezas? Pues lo mismo acaba de ocurrir con nuestro común mercado europeo.
La máscara de pepino que nos hemos colocado sobre los ojos no sólo no aumenta la belleza del rostro; es ademas un símbolo de cómo cualquier disfunción nos ciega, impidiendo que veamos Europa como un todo en el que la culpas no han de cruzarse – sin datos que las avalen – entre unos vecinos demasiado proclives al recelo mutuo.