Una manzana otorgó a Afrodita el título de Miss Diosa del Olimpo, doradas manzanas empujaron a Atalanta a la derrota (y al matrimonio), afanar manzanas del huerto de Hera fue uno de los trabajos de Hércules y la perdición de Adán y Eva se debió, también, a una manzana.
O a lo mejor no.
En casi todos esos mitos hay variantes donde las frutas protagonistas son otras, como el membrillo. Son los casos del juicio de Paris o la misión en el Jardín de las Hespérides.
Y sobre la manzana del Paraíso quizás sepas que la versión hebrea del Viejo Testamento usa un término genérico (fruto prohibido) y no manzano cuando se refiere al Árbol del Conocimiento del Bien y del Mal.
Al traducirlo para la Biblia Vulgata, San Jerónimo escogió la palabra malus que, además de malvado, podía aludir tanto a las manzanas como a cualquier otra fruta con semillas.
Total, que la ocurrencia de San Jerónimo al jugar con ese doble sentido acabó por convertir a la tentadora manzana en la responsable de los pecados del mundo.
Muchas obras de arte posteriores, como los grabados de Durero o el Paraíso Perdido de Milton acabaron por fijar esa idea en nuestra cabeza.

Pero si lo de la manzana nació de un error de traducción, una mera licencia artística, la pregunta es: ¿con qué otro fruto tentó la serpiente a nuestros requetetatarabuelos?
Hay antiguos textos hebreos que señalan a una variedad del tamarindo. En la tradición islámica se habla, en cambio, del trigo o las uvas. Y la granada, por ser común en todo Oriente Medio, aparece con bastante frecuencia en la relación de candidatas.
Tampoco en el arte hay un consenso absoluto. Miguel Ángel se decantó por la tesis de que si, avergonzados por su traición, Adán y Eva usaron hojas de higuera para cubrirse, lo más lógico sería pensar en un higo y no en una manzana.
Y así lo reflejó al pintar ese pasaje bíblico en la Capilla Sixtina.

Y aún queda otra sospechosa: la cidra, el primer cítrico que llegó a Europa desde Asia.
Demasiado agria para comerla a bocados, era conocida por los judíos al menos desde el 586 antes de nuestra era y, aún hoy, los ortodoxos están dispuestos a pagar fortunas por comprar cidras inmaculadas.
Las examinan a fondo para asegurarse de que no tengan ni marcas, ni magulladuras, ni picotazos de insectos, ya que solo siendo perfectas pueden formar parte de los rituales de la fiesta de los Tabernáculos.

Manzanas, higos o cidras, la moraleja es que de no haber sido por la transgresión de Eva y su desobediencia seguiríamos viviendo en un paraíso eterno e inmutable.
Plácido y sin sobresaltos, sin dolor, sin incertidumbres. Ajenos a la idea del bien y del mal, a salvo de los peligros del libre albedrío y de los riesgos de la curiosidad; exentos de responsabilidades e indiferentes al deseo.
Vamos, que sin Eva y su manzana seríamos unos perfectos imbéciles.
